Pitufo

Llegó un domingo, mi tío lo trajo y prácticamente lo dejó botado en mi casa, al parecer no se llevaron bien desde el primer día. Las razones siempre serán un misterio para mí. 

Yo tenía siete años cuando el pequeño perro, negro con manchas blancas hasta en su pancita se mudó con nosotros; según nos contaron era de un señor que viajaba desde Colombia a Brasil y tuvo que dejar al perro en Venezuela por cuestiones legales, mi tío no podía (no quería) mascotas en su casa, mi madre tampoco pero igual nos lo dejaron y desde entonces, cuanto tuviese que ver con el perro era una controversia familiar; pero en el fondo todos queríamos al pequeño animal.

No medía más de cincuenta centímetros de largo y quizás unos quince de alto, a medida que maduraba, la actitud del pequeñito parecía la de un macho alfa, lomo plateado más grande de la manada; saltaba bien alto por lo que nunca fue posible mantenerlo encerrado, mataba ratas, recogía huevos, encerraba a las gallinas y se enfrentaba a un gallo pendenciero que había en mi casa en ese entonces. El perro comía como un oso, caminaba altivo por la casa y en la calle siempre iba a la cabeza del grupo de canes cuando se escapaba porque, como buen colombiano, era enamorado y parrandero; además nos cuidaba como su más preciado tesoro. 

Nadie podía llegar a mi casa y pasar desapercibido, mucho menos mi tío pues desde que Pitufo lo escuchaba llegar empezaba a ladrar como un loco hasta que el señor se iba ¡podían pasar horas antes de eso! Recuerdo que siempre estaba pendiente de mì, iba con mi mamá a llevarme a la escuela y luego regresaba a las cinco de la tarde para echarse en la entrada del salón ¡Es mi perro, me esta esperando! yo le decía a la gente con orgullo.

 A veces se perdía, duraba días o semanas sin ir a la casa, mi hermana mayor lo buscaba desesperada, pero después de un tiempo Pitufo regresaba, sucio, flaco, cansado o herido; casualmente volvìa para el cumpleaños de mi madre a quien el perro no le caía muy bien a no ser que hubiese un ratón o animal raro en la casa al cual sacar. 

Con mi padre era muy diferente la relaciòn con el peculiar perrito; casi como un rey y su fiel caballero de honor, ahí supe que mi papá podía ser cariñoso, al menos con nuestra mascota fuè asì ya que lo atendió hasta en sus peores momentos con una dedicación y una preocupación tal que me hizo dar fe de que el perro era especial. 

Muchos años pasamos juntos, muchas veces se perdió y volvió, otras tantas estuvo tan cerquita de la muerte que parecía un milagro que sobreviviera y es que el Pitufo era todo un guerrero, no como esos perros de ahora que les causa terror la pólvora, èl solo se echaba a mirar los fuegos artificiales sin inmutarse ni espantarse. Era admirable y confieso que nunca he conocido a alguien con la determinaciòn y valentía de ese animal. 

Amaba comer, jamás se perdiò un cumpleaños y esperaba su turno para recibir su pieza de torta; era uno más en la casa con todas las de la ley y el lo tenía claro, tambièn le encantaba bañarse, tenìa su propia estrategia para llamar la atención en ese caso: ir a revolcarse en la mierda, regresar corriendo a la cocina o a donde fuera que estuviera mi madre y quedarse ahí hasta que lo llevaran a bañar para quedar contento ¡jodido perro busca pleitos!  

En una navidad mi tío llegò de visita como todos los años, pero èsta vez fue diferente, no hubo que sacar al perro o encerrarlo en mi habitación; solo lo viò entrar y se quedò echado bajo la silla justo donde mi tìo se fuè a sentar. Todos lo vimos fue asombroso, aunque nadie dijo nada, sabíamos lo que significaba ese gesto: una especie de tregua entre ambos y además su último diciembre con nosotros. 

Pitufo muriò en Abril del 2008 como todo un veterano de guerra: viejo, enfermo y solo. Jamás pude perdonarme no haber tenido el coraje de estar en sus últimos momentos, tal como èl estuvo y ha estado para mì siempre; me quedo con el dolor de haber perdido un ser maravilloso pero con la misiòn de honrar su existencia y recordarlo como el gran perro que fuè.   


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